7. El problema de la natalidad, como
cualquier otro referente a la vida humana, hay que considerarlo, por encima de
las perspectivas parciales de orden biológico o psicológico, demográfico o
sociológico, a la luz de una visión integral del hombre y de su vocación, no
sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna. Y puesto que, en el
tentativo de justificar los métodos artificiales del control de los nacimientos,
muchos han apelado a las exigencias del amor conyugal y de una "paternidad
responsable", conviene precisar bien el verdadero concepto de estas dos grandes
realidades de la vida matrimonial, remitiéndonos sobre todo a cuanto ha
declarado, a este respecto, en forma altamente autorizada, el Concilio Vaticano
II en la Constitución pastoral Gaudium et Spes.
8. La verdadera
naturaleza y nobleza del amor conyugal se revelan cuando éste es considerado en
su fuente suprema, Dios, que es Amor (6), "el Padre de quien procede toda
paternidad en el cielo y en la tierra" (7).
El matrimonio no es, por
tanto, efecto de la casualidad o producto de la evolución de fuerzas naturales
inconscientes; es una sabia institución del Creador para realizar en la
humanidad su designio de amor. Los esposos, mediante su recíproca donación
personal, propia y exclusiva de ellos, tienden a la comunión de sus seres en
orden a un mutuo perfeccionamiento personal, para colaborar con Dios en la
generación y en la educación de nuevas vidas.
En los bautizados el
matrimonio reviste, además, la dignidad de signo sacramental de la gracia, en
cuanto representa la unión de Cristo y de la Iglesia.
9. Bajo esta luz
aparecen claramente las notas y las exigencias características del amor
conyugal, siendo de suma importancia tener una idea exacta de ellas.
Es,
ante todo, un amor plenamente humano, es decir, sensible y espiritual al mismo
tiempo. No es por tanto una simple efusión del instinto y del sentimiento sino
que es también y principalmente un acto de la voluntad libre, destinado a
mantenerse y a crecer mediante las alegrías y los dolores de la vida cotidiana,
de forma que los esposos se conviertan en un solo corazón y en una sola alma y
juntos alcancen su perfección humana.
Es un amor total, esto es, una
forma singular de amistad personal, con la cual los esposos comparten
generosamente todo, sin reservas indebidas o cálculos egoístas. Quien ama de
verdad a su propio consorte, no lo ama sólo por lo que de él recibe sino por sí
mismo, gozoso de poderlo enriquecer con el don de sí.
Es un amor fiel y
exclusivo hasta la muerte. Así lo conciben el esposo y la esposa el día en que
asumen libremente y con plena conciencia el empeño del vínculo matrimonial.
Fidelidad que a veces puede resultar difícil pero que siempre es posible, noble
y meritoria; nadie puede negarlo. El ejemplo de numerosos esposos a través de
los siglos demuestra que la fidelidad no sólo es connatural al matrimonio sino
también manantial de felicidad profunda y duradera.
Es, por fin, un amor
fecundo, que no se agota en la comunión entre los esposos sino que está
destinado a prolongarse suscitando nuevas vidas. "El matrimonio y el amor
conyugal están ordenados por su propia naturaleza a la procreación y educación
de la prole. Los hijos son, sin duda, el don más excelente del matrimonio y
contribuyen sobremanera al bien de los propios padres" (8).
10. Por ello
el amor conyugal exige a los esposos una conciencia de su misión de "paternidad
responsable" sobre la que hoy tanto se insiste con razón y que hay que
comprender exactamente. Hay que considerarla bajo diversos aspectos legítimos y
relacionados entre sí.
En relación con los procesos biológicos,
paternidad responsable significa conocimiento y respeto de sus funciones; la
inteligencia descubre, en el poder de dar la vida, leyes biológicas que forman
parte de la persona humana (9).
En relación con las tendencias del
instinto y de las pasiones, la paternidad responsable comporta el dominio
necesario que sobre aquellas han de ejercer la razón y la voluntad.
En
relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la
paternidad responsable se pone en práctica ya sea con la deliberación ponderada
y generosa de tener una familia numerosa ya sea con la decisión, tomada por
graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento
durante algún tiempo o por tiempo indefinido.
La paternidad responsable
comporta sobre todo una vinculación más profunda con el orden moral objetivo,
establecido por Dios, cuyo fiel intérprete es la recta conciencia. El ejercicio
responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges reconozcan
plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la
familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores.
En la misión
de transmitir la vida, los esposos no quedan, por tanto, libres para proceder
arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente
autónoma los caminos lícitos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la
intención creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y
de sus actos y constantemente enseñada por la Iglesia (10).
11. Estos
actos, con los cuales los esposos se unen en casta intimidad, y a través de los
cuales se transmite la vida humana, son, como ha recordado el Concilio,
"honestos y dignos" (11), y no cesan de ser legítimos si, por causas
independientes de la voluntad de los cónyuges, se prevén infecundos, porque
continúan ordenados a expresar y consolidar su unión. De hecho, como atestigua
la experiencia, no se sigue una nueva vida de cada uno de los actos conyugales.
Dios ha dispuesto con sabiduría leyes y ritmos naturales de fecundidad que por
sí mismos distancian los nacimientos. La Iglesia, sin embargo, al exigir que los
hombres observen las normas de la ley natural interpretada por su constante
doctrina, enseña que cualquier acto matrimonial (quilibet matrimonii usus) debe quedar abierto a la
transmisión de la vida (12).
12. Esta doctrina, muchas veces expuesta
por el Magisterio, está fundada sobre la inseparable conexión que Dios ha
querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos
significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado
procreador.
Efectivamente, el acto conyugal, por su íntima estructura,
mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la generación de
nuevas vidas, según las leyes inscritas en el ser mismo del hombre y de la
mujer. Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el acto
conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a
la altísima vocación del hombre a la paternidad. Nos pensamos que los hombres,
en particular los de nuestro tiempo, se encuentran en grado de comprender el
carácter profundamente razonable y humano de este principio fundamental.
13. Justamente se hace notar que un acto conyugal impuesto al cónyuge
sin considerar su condición actual y sus legítimos deseos, no es un verdadero
acto de amor; y prescinde por tanto de una exigencia del recto orden moral en
las relaciones entre los esposos. Así, quien reflexiona rectamente deberá
también reconocer que un acto de amor recíproco, que prejuzgue la disponibilidad
a transmitir la vida que Dios Creador, según particulares leyes, ha puesto en
él, está en contradicción con el designio constitutivo del matrimonio y con la
voluntad del Autor de la vida. Usar este don divino destruyendo su significado y
su finalidad, aun sólo parcialmente, es contradecir la naturaleza del hombre y
de la mujer y sus más íntimas relaciones, y por lo mismo es contradecir también
el plan de Dios y su voluntad. Usufructuar, en cambio, el don del amor conyugal
respetando las leyes del proceso generador significa reconocerse no árbitros de
las fuentes de la vida humana, sino más bien administradores del plan
establecido por el Creador.
En efecto, al igual que el hombre no tiene un
dominio ilimitado sobre su cuerpo en general, del mismo modo tampoco lo tiene,
con más razón, sobre las facultades generadoras en cuanto tales, en virtud de su
ordenación intrínseca a originar la vida, de la que Dios es principio. "La vida
humana es sagrada —recordaba Juan XXIII—; desde su comienzo, compromete
directamente la acción creadora de Dios" (13).
14. En conformidad con
estos principios fundamentales de la visión humana y cristiana del matrimonio,
debemos una vez más declarar que hay que excluir absolutamente, como vía lícita
para la regulación de los nacimientos, la interrupción directa del proceso
generador ya iniciado, y sobre todo el aborto directamente querido y procurado,
aunque sea por razones terapéuticas (14).
Hay que excluir igualmente,
como el Magisterio de la Iglesia ha declarado muchas veces, la esterilización
directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer (15); queda
además excluida toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su
realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga,
como fin o como medio, hacer imposible la procreación (16).
Tampoco se
pueden invocar como razones válidas, para justificar los actos conyugales
intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos
constituirían un todo con los actos fecundos anteriores o que seguirán después y
que por tanto compartirían la única e idéntica bondad moral. En verdad, si es
lícito alguna vez tolerar un mal moral menor a fin de evitar un mal mayor o de
promover un bien más grande (17), no es lícito, ni aun por razones gravísimas,
hacer el mal para conseguir el bien (18), es decir, hacer objeto de un acto
positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo
indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o
promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que
un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intrínsecamente
deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda.
15. La Iglesia, en cambio, no retiene de ningún modo ilícito el uso de
los medios terapéuticos verdaderamente necesarios para curar enfermedades del
organismo, a pesar de que se siguiese un impedimento, aun previsto, para la
procreación, con tal de que ese impedimento no sea, por cualquier motivo,
directamente querido (19).
16. A estas enseñanzas de la Iglesia sobre la
moral conyugal se objeta hoy, como observábamos antes (n. 3), que es
prerrogativa de la inteligencia humana dominar las energías de la naturaleza
irracional y orientarlas hacia un fin en conformidad con el bien del hombre.
Algunos se preguntan: actualmente, ¿no es quizás racional recurrir en muchas
circunstancias al control artificial de los nacimientos, si con ello se obtienen
la armonía y la tranquilidad de la familia y mejores condiciones para la
educación de los hijos ya nacidos? A esta pregunta hay que responder con
claridad: la Iglesia es la primera en elogiar y en recomendar la intervención de
la inteligencia en una obra que tan de cerca asocia la creatura racional a su
Creador, pero afirma que esto debe hacerse respetando el orden establecido por
Dios.
Por consiguiente, si para espaciar los nacimientos existen serios
motivos, derivados de las condiciones físicas o psicológicas de los cónyuges, o
de circunstancias exteriores, la Iglesia enseña que entonces es lícito tener en
cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del
matrimonio sólo en los periodos infecundos y así regular la natalidad sin
ofender los principios morales que acabamos de recordar (20).
La Iglesia
es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los periodos
infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de medios directamente
contrarios a la fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas y
serias. En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el
primero los cónyuges se sirven legítimamente de una disposición natural; en el
segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales. Es verdad que tanto en
uno como en otro caso, los cónyuges están de acuerdo en la voluntad positiva
de
evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se
seguirá; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian
conscientemente al uso del matrimonio en los periodos fecundos cuando por justos
motivos la procreación no es deseable, y hacen uso después en los periodos
agenésicos para manifestarse el afecto y para salvaguardar la mutua fidelidad.
Obrando así ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto.
17. Los hombres rectos podrán convencerse todavía de la consistencia de
la doctrina de la Iglesia en este campo si reflexionan sobre las consecuencias
de los métodos de la regulación artificial de la natalidad. Consideren, antes
que nada, el camino fácil y amplio que se abriría a la infidelidad conyugal y a
la degradación general de la moralidad. No se necesita mucha experiencia para
conocer la debilidad humana y para comprender que los hombres, especialmente los
jóvenes, tan vulnerables en este punto tienen necesidad de aliento para ser
fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio fácil para burlar
su observancia.
Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso
de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y,
sin preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico, llegase a
considerarla como simple instrumento de goce egoístico y no como a compañera,
respetada y amada.
Reflexiónese también sobre el arma peligrosa que de
este modo se llegaría a poner en las manos de autoridades públicas
despreocupadas de las exigencias morales. ¿Quién podría reprochar a un gobierno
el aplicar a la solución de los problemas de la colectividad lo que hubiera sido
reconocido lícito a los cónyuges para la solución de un problema familiar?
¿Quién impediría a los gobernantes favorecer y hasta imponer a sus pueblos, si
lo consideraran necesario, el método anticonceptivo que ellos juzgaren más
eficaz? En tal modo los hombres, queriendo evitar las dificultades individuales,
familiares o sociales que se encuentran en el cumplimiento de la ley divina,
llegarían a dejar a merced de la intervención de las autoridades públicas el
sector más personal y más reservado de la intimidad conyugal.
Por tanto,
sino se quiere exponer al arbitrio de los hombres la misión de engendrar la
vida, se deben reconocer necesariamente unos límites infranqueables a la
posibilidad de dominio del hombre sobre su propio cuerpo y sus funciones;
límites que a ningún hombre, privado o revestido de autoridad, es lícito
quebrantar. Y tales límites no pueden ser determinados sino por el respeto
debido a la integridad del organismo humano y de sus funciones, según los
principios antes recordados y según la recta inteligencia del "principio de
totalidad" ilustrado por nuestro predecesor Pío XII (21).
18. Se puede
prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas por todos: son
demasiadas las voces —ampliadas por los modernos medios de propaganda— que están
en contraste con la Iglesia. A decir verdad, ésta no se maravilla de ser, a
semejanza de su divino Fundador, "signo de contradicción" (22), pero no deja por
esto de proclamar con humilde firmeza toda la ley moral, natural y evangélica.
La Iglesia no ha sido la autora de éstas, ni puede por tanto ser su árbitro,
sino solamente su depositaria e intérprete, sin poder jamás declarar lícito lo
que no lo es por su íntima e inmutable oposición al verdadero bien del hombre.
Al defender la moral conyugal en su integridad, la Iglesia sabe que
contribuye a la instauración de una civilización verdaderamente humana; ella
compromete al hombre a no abdicar la propia responsabilidad para someterse a los
medios técnicos; defiende con esto mismo la dignidad de los cónyuges. Fiel a las
enseñanzas y al ejemplo del Salvador, ella se demuestra amiga sincera y
desinteresada de los hombres a quienes quiere ayudar, ya desde su camino
terreno, "a participar como hijos a la vida del Dios vivo, Padre de todos los
hombres" (23).
19.
Nuestra palabra no sería expresión adecuada del pensamiento y de las solicitudes
de la Iglesia, Madre y Maestra de todas las gentes, si, después de haber
invitado a los hombres a observar y a respetar la ley divina referente al
matrimonio, no les confortase en el camino de una honesta regulación de la
natalidad, aun en medio de las difíciles condiciones que hoy afligen a las
familias y a los pueblos. La Iglesia, efectivamente, no puede tener otra actitud
para con los hombres que la del Redentor: conoce su debilidad, tiene compasión
de las muchedumbres, acoge a los pecadores, pero no puede renunciar a enseñar la
ley que en realidad es la propia de una vida humana llevada a su verdad
originaria y conducida por el Espíritu de Dios (24).
La doctrina de la
Iglesia en materia de regulación de la natalidad, promulgadora de la ley divina,
aparecerá fácilmente a los ojos de muchos difícil e incluso imposible en la
práctica. Y en verdad que, como todas las grandes y beneficiosas realidades,
exige un serio empeño y muchos esfuerzos de orden familiar, individual y social.
Más aun, no sería posible actuarla sin la ayuda de Dios, que sostiene y
fortalece la buena voluntad de los hombres. Pero a todo aquel que reflexione
seriamente, no puede menos de aparecer que tales esfuerzos ennoblecen al hombre
y benefician la comunidad humana.
21. Una práctica honesta de la
regulación de la natalidad exige sobre todo a los esposos adquirir y poseer
sólidas convicciones sobre los verdaderos valores de la vida y de la familia, y
también una tendencia a procurarse un perfecto dominio de sí mismos. El dominio
del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone sin ningún género de
duda una ascética, para que las manifestaciones afectivas de la vida conyugal
estén en conformidad con el orden recto y particularmente para observar la
continencia periódica. Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos,
lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más
sublime.
Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo
beneficioso, los cónyuges desarrollan íntegramente su personalidad,
enriqueciéndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de
serenidad y de paz y facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la
atención hacia el otro cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del
verdadero amor, y enraizando más su sentido de responsabilidad. Los padres
adquieren así la capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los
hijos; los niños y los jóvenes crecen en la justa estima de los valores humanos
y en el desarrollo sereno y armónico de sus facultades espirituales y sensibles.
22. Nos queremos en esta ocasión llamar la atención de los educadores y
de todos aquellos que tienen incumbencia de responsabilidad, en orden al bien
común de la convivencia humana, sobre la necesidad de crear un clima favorable a
la educación de la castidad, es decir, al triunfo de la libertad sobre el
libertinaje, mediante el respeto del orden moral.
Todo lo que en los
medios modernos de comunicación social conduce a la excitación de los sentidos,
al desenfreno de las costumbres, como cualquier forma de pornografía y de
espectáculos licenciosos, debe suscitar la franca y unánime reacción de todas
las personas, solícitas del progreso de la civilización y de la defensa de los
supremos bienes del espíritu humano. En vano se trataría de buscar justificación
a estas depravaciones con el pretexto de exigencias artísticas o científicas
(25), o aduciendo como argumento la libertad concedida en este campo por las
autoridades públicas.
23. Nos decimos a los gobernantes, que son los
primeros responsables del bien común y que tanto pueden hacer para salvaguardar
las costumbres morales: no permitáis que se degrade la moralidad de vuestros
pueblos; no aceptéis que se introduzcan legalmente en la célula fundamental, que
es la familia, prácticas contrarias a la ley natural y divina. Es otro el camino
por el cual los poderes públicos pueden y deben contribuir a la solución del
problema demográfico: el de una cuidadosa política familiar y de una sabia
educación de los pueblos, que respete la ley moral y la libertad de los
ciudadanos.
Somos conscientes de las graves dificultades con que
tropiezan los poderes públicos a este respecto, especialmente en los pueblos en
vía de desarrollo. A sus legítimas preocupaciones hemos dedicado nuestra
encíclica Populorum Progressio. Y con nuestro predecesor, Juan XXIII, seguimos
diciendo: "Estas dificultades no se superan con el recurso a métodos y medios
que son indignos del hombre y cuya explicación está sólo en una concepción
estrechamente materialística del hombre mismo y de su vida. La verdadera
solución solamente se halla en el desarrollo económico y en el progreso social,
que respeten y promuevan los verdaderos valores humanos, individuales y
sociales" (26). Tampoco se podría hacer responsable, sin grave injusticia, a la
Divina Providencia de lo que por el contrario dependería de una menor sagacidad
de gobierno, de un escaso sentido de la justicia social, de un monopolio egoísta
o también de la indolencia reprobable en afrontar los esfuerzos y sacrificios
necesarios para asegurar la elevación del nivel de vida de un pueblo y de todos
sus hijos (27). Que todos los Poderes responsables —como ya algunos lo vienen
haciendo laudablemente— reaviven generosamente los propios esfuerzos, y que no
cese de extenderse el mutuo apoyo entre todos los miembros de la familia humana:
es un campo inmenso el que se abre de este modo a la actividad de las grandes
organizaciones internacionales.
24. Queremos ahora alentar a los hombres
de ciencia, los cuales "pueden contribuir notablemente al bien del matrimonio y
de la familia y a la paz de las conciencias si, uniendo sus estudios, se
proponen aclarar más profundamente las diversas condiciones favorables a una
honesta regulación de la procreación humana" (28). Es de desear en particular
que, según el augurio expresado ya por Pío XII, la ciencia médica logre dar una
base, suficientemente segura, para una regulación de nacimientos, fundada en la
observancia de los ritmos naturales (29). De este modo los científicos, y en
especial los católicos, contribuirán a demostrar con los hechos que, como enseña
la Iglesia, "no puede haber verdadera contradicción entre las leyes divinas que
regulan la transmisión de la vida y aquellas que favorecen un auténtico amor
conyugal" (30).
25. Nuestra palabra se dirige ahora más directamente a
nuestros hijos, en particular a los llamados por Dios a servirlo en el
matrimonio. La Iglesia, al mismo tiempo que enseña las exigencias
imprescriptibles de la ley divina, anuncia la salvación y abre con los
sacramentos los caminos de la gracia, la cual hace del hombre una nueva
criatura, capaz de corresponder en el amor y en la verdadera libertad al
designio de su Creador y Salvador, y de encontrar suave el yugo de Cristo (31).
Los esposos cristianos, pues, dóciles a su voz, deben recordar que su
vocación cristiana, iniciada en el bautismo, se ha especificado y fortalecido
ulteriormente con el sacramento del matrimonio. Por lo mismo los cónyuges son
corroborados y como consagrados para cumplir fielmente los propios deberes, para
realizar su vocación hasta la perfección y para dar un testimonio, propio de
ellos, delante del mundo (32). A ellos ha confiado el Señor la misión de hacer
visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor
mutuo de los esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida
humana.
No es nuestra intención ocultar las dificultades, a veces
graves, inherentes a la vida de los cónyuges cristianos; para ellos como para
todos "la puerta es estrecha y angosta la senda que lleva a la vida" (33). La
esperanza de esta vida debe iluminar su camino, mientras se esfuerzan
animosamente por vivir con prudencia, justicia y piedad en el tiempo (34),
conscientes de que la forma de este mundo es pasajera (35).
Afronten,
pues, los esposos los necesarios esfuerzos, apoyados por la fe y por la
esperanza que "no engaña porque el amor de Dios ha sido difundido en nuestros
corazones junto con el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (36); invoquen con
oración perseverante la ayuda divina; acudan sobre todo a la fuente de gracia y
de caridad en la Eucaristía. Y si el pecado les sorprendiese todavía, no se
desanimen, sino que recurran con humilde perseverancia a la misericordia de
Dios, que se concede en el sacramento de la penitencia. Podrán realizar así la
plenitud de la vida conyugal, descrita por el Apóstol: "Maridos, amad a vuestras
mujeres como Cristo amó a su Iglesia (...). Los maridos deben amar a sus esposas
como a su propio cuerpo. Amar a la esposa ¿no es acaso amarse a sí mismo? Nadie
ha odiado jamás su propia carne, sino que la nutre y la cuida, como Cristo a su
Iglesia (...). Este misterio es grande, pero entendido de Cristo y la Iglesia.
Por lo que se refiere a vosotros, cada uno en particular ame a su esposa como a
sí mismo y la mujer respete a su propio marido" (37).
26. Entre los
frutos logrados con un generoso esfuerzo de fidelidad a la ley divina, uno de
los más preciosos es que los cónyuges no rara vez sienten el deseo de comunicar
a los demás su experiencia. Una nueva e importantísima forma de apostolado entre
semejantes se inserta de este modo en el amplio cuadro de la vocación de los
laicos: los mismos esposos se convierten en guía de otros esposos. Esta es, sin
duda, entre las numerosas formas de apostolado, una de las que hoy aparecen más
oportunas (38).
27. Estimamos altamente a los médicos y a los miembros
del personal de sanidad, quienes en el ejercicio de su profesión sienten
entrañablemente las superiores exigencias de su vocación cristiana, por encima
de todo interés humano. Perseveren, pues, en promover constantemente las
soluciones inspiradas en la fe y en la recta razón, y se esfuercen en fomentar
la convicción y el respeto de las mismas en su ambiente. Consideren también como
propio deber profesional el procurarse toda la ciencia necesaria en este aspecto
delicado, con el fin de poder dar a los esposos que los consultan sabios
consejos y directrices sanas que de ellos esperan con todo derecho.
28.
Amados hijos sacerdotes, que sois por vocación los consejeros y los directores
espirituales de las personas y de las familias, a vosotros queremos dirigirnos
ahora con toda confianza. Vuestra primera incumbencia —en especial la de
aquellos que enseñan la teología moral— es exponer sin ambigüedades la doctrina
de la Iglesia sobre el matrimonio. Sed los primeros en dar ejemplo de obsequio
leal, interna y externamente, al Magisterio de la Iglesia en el ejercicio de
vuestro ministerio. Tal obsequio, bien lo sabéis, es obligatorio no sólo por las
razones aducidas, sino sobre todo por razón de la luz del Espíritu Santo, de la
cual están particularmente asistidos los pastores de la Iglesia para ilustrar la
verdad (39). Conocéis también la suma importancia que tiene para la paz de las
conciencias y para la unidad del pueblo cristiano, que en el campo de la moral y
del dogma se atengan todos al Magisterio de la Iglesia y hablen del mismo modo.
Por esto renovamos con todo nuestro ánimo el angustioso llamamiento del Apóstol
Pablo: "Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos
habléis igualmente, y no haya entre vosotros cismas, antes seáis concordes en el
mismo pensar y en el mismo sentir" (40).
29. No menoscabar en nada la
saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas.
Pero esto debe ir acompañado siempre de la paciencia y de la bondad de que el
mismo Señor dio ejemplo en su trato con los hombres. Venido no para juzgar sino
para salvar (41), El fue ciertamente intransigente con el mal, pero
misericordioso con las personas.
Que en medio de sus dificultades
encuentren siempre los cónyuges en las palabras y en el corazón del sacerdote el
eco de la voz y del amor del Redentor.
Hablad, además, con confianza,
amados hijos, seguros de que el Espíritu de Dios que asiste al Magisterio en el
proponer la doctrina, ilumina internamente los corazones de los fieles,
invitándolos a prestar su asentimiento. Enseñad a los esposos el camino
necesario de la oración, preparadlos a que acudan con frecuencia y con fe a los
sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia, sin que se dejen nunca
desalentar por su debilidad.
30. Queridos y venerables hermanos en el
episcopado, con quienes compartimos más de cerca la solicitud del bien
espiritual del Pueblo de Dios, a vosotros va nuestro pensamiento reverente y
afectuoso al final de esta encíclica. A todos dirigimos una apremiante
invitación. Trabajad al frente de los sacerdotes, vuestros colaboradores, y de
vuestros fieles con ardor y sin descanso por la salvaguardia y la santidad del
matrimonio para que sea vivido en toda su plenitud humana y cristiana.
Considerad esta misión como una de vuestras responsabilidades más urgentes en el
tiempo actual. Esto supone, como sabéis, una acción pastoral, coordinada en
todos los campos de la actividad humana, económica, cultural y social; en
efecto, solo mejorando simultáneamente todos estos sectores, se podrá hacer no
sólo tolerable sino más fácil y feliz la vida de los padres y de los hijos en el
seno de la familia, más fraterna y pacífica la convivencia en la sociedad
humana, respetando fielmente el designio de Dios sobre el mundo.
31.
Venerables hermanos, amadísimos hijos y todos vosotros, hombres de buena
voluntad: Es grande la obra de educación, de progreso y de amor a la cual os
llamamos, fundamentándose en la doctrina de la Iglesia, de la cual el Sucesor de
Pedro es, con sus hermanos en el episcopado, depositario e intérprete. Obra
grande de verdad, estamos convencidos de ello, tanto para el mundo como para la
Iglesia, ya que el hombre no puede hallar la verdadera felicidad, a la que
aspira con todo su ser, más que en el respeto de las leyes grabadas por Dios en
su naturaleza y que debe observar con inteligencia y amor. Nos invocamos sobre
esta tarea, como sobre todos vosotros y en particular sobre los esposos, la
abundancia de las gracias del Dios de santidad y de misericordia, en prenda de
las cuales os otorgamos nuestra bendición apostólica.
Dado en Roma, junto
a San Pedro, en la fiesta del apóstol Santiago, 25 de julio de
1968, sexto de
nuestro pontificado.
NOTAS
1. Cfr. Pío XI,
Enc. Qui pluribus, 9 de noviembre de 1946, Pii IX P. M. Acta, vol. 1. pp. 9-10;
San Pío X, Enc. Singulari quadam, 24 de septiembre de 1912, AAS 4 (1912), p.
658; Pío XI, cfr. Casti connubii, 31 de diciembre de 1930, AAS 22 (1930), pp.
579-581; Pío XII, Aloc. Magnificate Dominum al Episcopado del mundo católico, 2
de noviembre de 1954, AAS 46 (1954), pp. 671-672; Juan XXIII, Enc. Mater et
Magistra, 15 de mayo de 1961, AAS 53 (1961), p. 457.
2.Cfr. Math., 28,
18-19.
3.Cfr. Math., 7, 21.
4. Cfr. Catechismus Romanus Concilii
Tridentini, pars II, c. VIII; León XIII, Enc. Arcanum, 10 de febrero de 1880;
Acta L. XIII, 2 (1881), pp. 26-29; Pío XI, Enc. Divini illius Magistri, 31 de
diciembre de 1929, AAS 22 (1930), pp. 58-61; Enc. Casti connubii, 31 de
diciembre de 1930, AAS 22 (1930), pp. 545-546; Pío XII Alocución a la Unión
Italiana médico-biológica de San Lucas, 12 de noviembre de 1944, Discorsi e
Radiomessaggi, VI, pp. 191-192; al Convenio de la Unión Católica Italiana de
Comadronas, 29 de octubre de 1951, AAS 43 (1951), pp. 853-854; al Congreso del
"Fronte della Famiglia" y de la Asociación de Familias Numerosas, 28 de
noviembre de 1951, AAS 43 (1951), pp. 857-859; al VII Congreso de la Sociedad
Internacional de Hematología, 12 de septiembre de 1958, AAS 50 (1958), pp.
734-735; Juan XXIII, Enc. Mater et Magistra, AAS 53 (1961), pp. 446-447; Codex
Iuris Canonici, can. 1067; 1068, párr.1; 1076, párr.1-2; Conc. Vaticano II,
Const. Past. Gaudium et Spes, nn. 47-52.
5. Cfr. Alocución de Pablo VI
al Sacro Colegio, 23 de junio de 1964, AAS 56 (1964), p. 588; a la Comisión para
el estudio de los problemas de la población, de la familia y de la natalidad, 27
de marzo de 1965, AAS (1965), p. 388; al Congreso Nacional de la Sociedad
Italiana de Obstetricia y Ginecología, 29 de octubre de 1966, AAS 58 (1966), p.
1168.
6. Cfr. I Jn., 4, 8.
7. Ef., 3, 15.
8. Conc. Vat.
II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 50.
9. Cfr. Sto. Tomás, Sum. Teol.,
I-II, q. 94, a. 2.
10. Cfr. Gaudium et Spes, nn. 50 y 51.
11.
Ibid., n. 49, 2o.
12. Cfr. Pío XI, Enc. Casti connubii, AAS 22 (1930),
p. 560; Pío XII, AAS 43 (1951), p.
843.
13. Juan XXIII, Enc. Mater et
Magistra, AAS 53 (1961), p. 447.
14. Cfr. Catechismus Romanus Concilii
Tridentini, pars. II, c. VIII; Pío XI, Enc. Casti Connubii, AAS 22 (1930), pp.
562-564; Pío XII, Discorsi e Radiomessaggi, VI, pp. 191-192, AAS 43 (1951), pp.
842-843, pp. 857-859; Juan XXIII, Enc. Pacem in terris, 11 de abril de 1963, AAS
55 (1963), pp. 259-260; Gaudium et Spes, n. 51.
15. Cfr. Pío XI, Enc.
Casti connubii, AAS 22 (1930), n. 565; Decreto del S. Oficio, 22 de febrero de
1940, AAS 32 (1940), p. 73; Pío XII, AAS 43 (1951), pp. 843-844; AAS 50 (1958),
pp. 734-735.
16. Cfr. Catechismus Romanus Concilii Tridentini, pars II,
c. VIII; Pío XI, Enc. Casti connubii, AAS 22 (1930), pp. 559-561; Pío XII, AAS
43 (1951), p. 843; AAS 50 (1958), pp. 734-735; Juan XXIII, Enc. Mater et
Magistra, AAS 53 (1961), n. 447.
17. Cfr. Pío XII, Aloc. al Congreso
Nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos, 6 diciembre 1953, AAS 45
(1953), pp. 798-799.
18. Cfr. Rom., 3, 8.
19. Cfr. Pío XII,
Aloc. a los Participantes en el Congreso de la Asociación Italiana de Urología,
8 octubre 1953, AAS 45 (1953), pp. 674-675; AAS 50 (1958), pp. 734-735.
20. Cfr. Pío XII, AAS 43 (1951), p. 846.
21. AAS 45 (1953), pp.
674-675; Aloc. a los Dirigentes y Socios de la Asociación Italiana de Donadores
de Córnea, AAS 48 (1956), pp. 461-462.
22. Luc., 2, 34.
23.
Pablo VI, Enc. Populorum Progressio, 26 de marzo de 1967, n. 21.
24.
Cfr. Rom., cap. 8.
25.Cfr. Conc. Vat. II, Decreto Inter Mirifica sobre
los medios de comunicación social, nn. 6-7.
26. Cfr. Enc. Mater et
Magistra, AAS 53 (1961), p. 447.
27. Cfr. Enc. Populorum Progressio, nn.
48-55.
28. Gaudium et Spes, n. 52.
29. Cfr. AAS 43 (1951), p.
859.
30. Gaudium et Spes, n. 51.
31. Cfr. Mat., 11, 30.
32. Cfr. Gaudium et Spes, n. 48; Conc. Vat. II, Const. Dogm. Lumen
Gentium, n. 35.
33. Mat., 7, 14; cfr. Hebr., 12-11.
34. Cfr.
Tit., 2, 12.
35. Cfr. I Cor., 7, 31.
36. Rom., 5, 5.
37.
Ef., 5, 25, 28-29, 32-33.
38. Cfr. Lumen Gentium, nn. 35 y 41; Gaudium
et Spes, nn. 48 y 49; Conc. Vat. II, Decret.
Apostolicam Actuositatem, n. 11.
39. Cfr. Lumen Gentium, n. 25.
40. I Cor., 1, 10.
41.
Cfr. Jn., 3, 17.
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