Fomentando la
Unidad Religiosa.
Roma ha
hablado, asunto arreglado.
Para aquellos
no-Católicos que culpan a la Iglesia Católica de no agregarse
a las iglesias Protestantes, he aquí las razones.
Año 1928 - Amenazante Error Doctrinal [la
Encíclica "Mortalium Animos"]
CARTA ENCICLICA DE NUESTRO SANTO PADRE EL
PAPA PIO XI
POR LA DIVINA PROVIDENCIA ACERCA DE
"COMO SE
HA DE FOMENTAR LA VERDADERA UNIDAD RELIGIOSA"
SU SANTIDAD PIO
XI: VENERABLES HERMANOS SALUDOS Y BENDICION
APOSTOLICA.
Nunca quizás como en los actuales tiempos se ha apoderado del
corazón de todos los hombres un tan vehemente deseo de fortalecer y aplicar al
bien común de la sociedad humana los vínculos de fraternidad que, en virtud de
nuestro común origen y naturaleza, nos unen y enlazan a unos con
otros.
?>Porque no gozando todavía las naciones plenamente de
los frutos de la paz, antes lo contrario, estallando en
varias partes discordias nuevas y antiguas, en forma de sediciones y luchas
civiles y no pudiéndose además dirimir las controversias, harto numerosas,
acerca de la tranquilidad y prosperidad de los pueblos sin que
intervengan el esfuerzo y la concurrencia activa de aquellos que gobiernan
los Estados y promueven fomentando sus intereses, fácilmente se entiende -mucho
más conviniendo todos en la unidad del género humano-, por qué son tantos los
que anhelan ver diariamente a las naciones cada vez más unidas entre sí por esta
fraternidad universal.
Cosa muy parecida algunos se
esfuerzan por conseguir en lo referente a la ordenación de la nueva ley
promulgada por Jesucristo Nuestro Señor. Convencidos de que son rarísimos los
hombres privados de todo sentimiento religioso, parecen haber visto en ello
la esperanza de que no será difícil que los pueblos, aunque disientan unos
de otros en materia de religión, convengan fraternalmente en la profesión de
algunas doctrinas que sean como fundamento común de la vida espiritual. Con tal
fin, suelen ellos mismos organizar congresos, reuniones y conferencias, con no
escaso número de oyentes, e invitar a todos, a los infieles de todo género, a
cristianos y hasta a aquellos que apostataron miserablemente de Cristo o con
obstinada pertinacia niegan la divinidad de su Persona o misión, a discutir allí
promiscuamente.
Tales tentativas no pueden, de ninguna manera obtener la
aprobación de los Católicos, puesto que están fundadas en la falsa opinión de
los que piensan que todas las religiones son, con poca diferencia, buenas y
laudables, pues aunque de distinto modo, todas manifiestan y significan
igualmente aquél ingénito y nativo sentimiento con el cual somos
llevados a Dios y reconocemos obedientemente su imperio, cuantos sustentan esta
opinión, no solo yerran y se engañan, sino también distorsionan la idea de
la verdadera religión, adulterando su concepto esencial, la
rechazan y poco a poco vienen a parar al naturalismo y ateísmo; de donde
claramente se sigue que, cuantos se adhieren a tales opiniones y tentativas, se
apartan totalmente de la religión revelada por Dios.
Pero donde con falaz apariencia de bien se engañan más fácilmente algunos, es
cuando se trata de fomentar la unión de todos los Cristianos. ¿Acaso no es justo
-suele repetirse- y no es hasta conforme con el deber, que cuantos invocan el
nombre de Cristo se abstengan de mutuas recriminaciones, y se unan por fin con
vínculos de mutua caridad? ¿Y quién se atreverá a decir que amó a Cristo, sin
haber procurado con todas sus fuerzas realizar los deseos que El manifestó al
rogar a Su Padre que Sus discípulos fuesen una sola cosa (Juan 17,21)? Y el
mismo Cristo ¿por ventura no quiso que Sus discípulos se distinguiesen y
diferenciasen de los demás por este rasgo y señal de amor mutuo: « En esto
conocerán todos que sóis mis discípulos, en que os améis unos a
otros
»? (Juan 13,35). ¡Ojalá -añaden- fuesen como uno solo todos los Cristianos!
Mucho más podrían hacer para rechazar la peste de la impiedad, que, como una
serpiente deslizándose y abarcando a diario cada vez más, se
prepara para robarle fuerza al Evangelio y debilitarlo.
Estos y
otros argumentos parecidos divulgan los llamados "pancristianos"; los cuales,
lejos de ser pocos en número, han llegado a formar legiones y a agruparse en
asociaciones ampliamente extendidas, bajo la dirección, las más de ellas, de
hombres no-Católicos, aunque imbuídas y discordes entre sí en materia de fe
con variadas doctrinas.
Este esfuerzo es promovido tan activamente
en tantos lugares para ganar la adherencia de un gran número de ciudadanos,
tomando incluso posesión de las mentes de mucho Católicos a quienes atraen con
la esperanza de dicha unión, agradable y deseada por la Santa Madre
Iglesia, quien ciertamente no tiene otro deseo mayor que llamar a sus hijos
errantes para guiarlos a su regazo. Pero en realidad, debajo de estas
palabras seductoras y mentiras lisonjeras, se esconde un grave error, siendo
este subversivo a los fundamentos de la fe Católica.
Exhortándolos, pues, por la conciencia de nuestro oficio
Apostólico no debiendo permitir que el rebaño del Señor
sea engañado por perniciosas falacias, invocamos vuestro celo, Venerables
Hermanos, para evitar tan grave mal, pues confiamos en que cada uno de vosotros,
por escrito y de palabra, podrá más fácilmente comunicarse con el pueblo y
hacerle conocer y entender mejor los principios y argumentos que vamos a
exponer, y con los cuales los Católicos aprenderán la norma de
pensamiento y práctica en cuanto se refiere al intento de unir de cualquier
manera en un solo cuerpo a todos los hombres que se llaman Cristianos.
Dios, Creador del universo nos ha creado a los hombres con el fin de que Le
conozcamos y Le sirvamos. Tiene, pues, nuestro Creador perfectísimo derecho a
ser servido por nosotros. Pudo ciertamente Dios haber prescrito para el gobierno
de los hombres una sola ley, la de la naturaleza, ley esculpida por Dios en
el alma del hombre al crearle; y ha regulado los progresos de esa misma ley
con solo Su providencia ordinaria; pero prefirió en vez de ella imponer El
mismo los preceptos, que habíamos de obedecer; y en el decurso de los tiempos,
esto es, desde los orígenes del género humano hasta la venida y predicación de
Jesucristo, El mismo enseñó a los hombres, los deberes que su naturaleza
racional debe a su Creador: « Dios que en otros tiempos habló a nuestros padres
en diferentes ocasiones y de muchas maneras, por medio de los profetas, nos ha
hablado últimamente por Su Hijo Jesucristo » (Hebreos 1,1-2). Evidentemente se
observa que ninguna religión puede ser verdadera fuera de aquella que se funda
en la palabra revelada por Dios: revelación que iniciada desde el principio, y
continuada bajo la Antigua Ley, fue perfeccionada por el mismo Cristo
Jesús bajo la Nueva Ley. Ahora bien, si Dios ha hablado -y es certeza
histórica que verdaderamente El habló- es evidente que el hombre está
obligado a creer absolutamente la revelación de Dios y a obedecer implícitamente
sus mandatos; con el fin de que bien cumpliésemos ambos para la gloria de Dios y
salvación nuestra, el Hijo Unigénito de Dios fundó Su Iglesia en la tierra. Más
aún, creemos que aquellos que se proclaman Cristianos no negarán que una
Iglesia, y solo esa única Iglesia, fue establecida por Cristo.
Mas si se preguntara de qué naturaleza debe ser esa Iglesia de
acuerdo a la voluntad de su Fundador, entonces no todos están de acuerdo. Muchos
de ellos por ejemplo, niegan que la Iglesia de Cristo deba ser visible
y manifiesta, a lo menos en el grado que deba mostrarse como un solo cuerpo
de fieles, concordes en una misma doctrina y bajo un solo magisterio y
gobierno. Pero, por el contrario, entienden por una Iglesia visible nada
más que una federación compuesta por las variadas comunidades Cristianas, aunque
cada una de ellas se adhiera a diferentes doctrinas, que en muchos casos, pueden
ser incompatibles unas con otras. En lugar de ello, Cristo Nuestro Señor
instituyó Su Iglesia como una sociedad perfecta, externa y perceptible a
los sentidos, por su propia naturaleza, a fin de que prosiguiese realizando
en el futuro, la obra de salvación del género humano, bajo la guía de una sola
cabeza (Mateo 16,18; Lucas 22,32; Juan 21,15-17), con magisterio de viva voz y
por medio de la administración de los sacramentos, fuentes de gracia divina
(Juan 3,5; 6,48-59; 20,22; Mateo 18,18). Por ello, El afirmó en comparación
la similitud de la Iglesia a un reino (Mateo 13), a una casa (Mateo
16,18), a un aprisco (Juan 10,16) y a una grey (Juan 21,15-17). Esta Iglesia,
tan maravillosamente fundada, no podría ciertamente cesar ni
extinguirse con la muerte de su Fundador y los Apóstoles que fueron
los pioneros en propagarla, puesto que a ella se le confió el mandato de
conducir a la eterna salvación a todos los hombres, sin excepción de lugar ni de
tiempo: « Id, pues, e instruíd a todas las naciones » (Mateo 23,19). Y
en el continuo cumplimiento de su oficio no podrá faltarle a la Iglesia la
fortaleza ni la eficacia cuando Cristo mismo está perpetuamente asistiéndola con
Su presencia, de acuerdo a Su solemne promesa: « He aquí que Yo estaré siempre
con vosotros hasta la consumación de los siglos » (Mateo 28,20). Por tanto, la
Iglesia de Cristo no solo ha de existir necesariamente hoy y siempre, sino
también es exactamente la misma como fue en los tiempos apostólicos, si no
queremos decir -y de ello estamos muy lejos- que Cristo Nuestro Señor no efectuó
Su propósito, o que se equivocó cuando acertó que las puertas del infierno
núnca habrían de prevalecer contra ella (Mateo 26,18).
Y aquí, nos parece oportuno exponer y refutar una falsa opinión de la
cual depende toda esta cuestión al igual que el complejo
movimiento por el cual los no-Católicos buscan formalizar la unión de las
iglesias Cristianas. Los autores de este proyecto no dejan de repetir las
palabras de Cristo « A fin de que todos sean uno... Habrá un solo rebaño y
un solo pastor » (Juan 17,21; 10,16) de tal manera las entienden que según
ellos, Jesús meramente expresa solo un deseo y una oración que aún
carece de cumplimiento. Pues ellos son de la opinión de que la
unidad de fe y de gobierno lo cual distingue a la verdadera
Iglesia de Cristo, casi no ha existido y no existe en nuestros días.
Consideran que esta unidad debe ciertamente ser deseada y se logrará
mediante la cooperación y buena voluntad, pero mientras tanto, habrá que
considerarla sólo como un ideal. Añaden que la Iglesia en sí misma o por su
propia naturaleza está dividida en secciones, es decir, está compuesta por
varias iglesias o comunidades distintas, que aún permanecen separadas, y que
aunque coinciden en algunos artículos doctrinales, difieren en lo demás; que
todas ellas gozan de los mismos derechos; y que la Iglesia siempre permaneció
una, única y sin división a lo sumo desde la edad apostólica hasta los
primeros Concilios Ecuménicos. Por lo tanto, -dicen ellos- las controversias y
largas diferencias de opinión que hasta el presente mantienen a los miembros de
la familia Cristiana dividida, deben ser abandonadas y de las doctrinas que
queden, extraer una forma de fe común y una propuesta de creencia, con cuya
profesión, todos puedan no ya saberse sino sentirse hermanos. Si las
múltiples iglesias o comunidades estuvieran unidas en un tipo de federación
universal, entonces estarían en una posición sólida para resistir exitosamente
el progreso de la impiedad.
Esto, Venerables Hermanos, es lo que comúnmente se dice. Hay ciertamente quien
reconoce y afirma que el Protestantismo, como lo llaman, ha rechazado con una
gran carencia de consideración, ciertos artículos de la fe y algunas ceremonias
externas, que son de hecho, agradables y útiles, mismas que la Iglesia Romana
por el contrario aún retiene. Prestos añaden, que la Iglesia también ha
errado y que corrompió la religión primitiva al agregar y
proponer por creencia ciertas doctrinas que no son solo ajenas al
Evangelio, sino repugnantes al mismo. Sobre todas ellas enumeran la concerniente
a la primacía de jurisdicción adjudicada a Pedro y sus sucesores en
la Sede de Roma. Entre ellos hay algunos, aunque pocos, que conceden al
Pontífice de Roma una primacía de honor o incluso una cierta jurisdicción o
potestad, pero esto, sin embargo, no consideran que desciende de la ley
divina sino del consentimiento de los fieles. Otros en cambio aún
llegan a desear que el mismo Pontífice presida sus coloridas
asambleas. Pero, por lo demás, aunque muchos no-Católicos puedan ser
encontrados predicando con gran voz su comunión fraternal
en Cristo Jesús, no encontraréis ninguno a quien se le ocurra sujetarse y
obedecer al Vicario de Jesucristo ni en su capacidad de maestro ni
de gobernante. Mientras tanto, ellos aseveran que están dispuestos
a tratar gustosos con la Iglesia de Roma, pero en términos equitativos,
esto es, tan iguales con un igual: pero incluso si ellos pudieran actuar así, no
cabría duda de que cualquier pacto al que se pudieran comprometer no los
obligaría a abandonar sus opiniones que son a final de cuentas la razón por la
que continúan errando y vagando fuera del único rebaño unido de Cristo.
Siendo esto así, es claro que la Sede Apostólica de ninguna manera puede
participar en estas asambleas, tampoco es lícito para ningún Católico apoyar o
trabajar para tales proyectos; pues si lo hicieran darían aprobación a
una falsa Cristiandad, totalmente ajena a la única Iglesia de
Cristo. ¿Habremos de sufrir, -lo que verdaderamente es inicuo- la
verdad, y una verdad divinamente revelada, sometida a ser
sujeto de transacciones? Porque aquí la cuestión es defender la
verdad revelada por Jesucristo. Cristo Jesús envió a Sus Apóstoles para penetrar
en todas las naciones con la fe evangélica, y para que ellos no erraran, El
quiso previamente que ellos fueran instruidos por el Espíritu Santo
(Juan 16,13), ¿acaso esta doctrina de los Apóstoles ha descaecido del todo, o
siquiera se ha debilitado alguna vez en la Iglesia, a quien Dios mismo
asiste dirigiéndola y custodiándola? Si nuestro Redentor manifestó
expresamente que Su Evangelio había de continuar no solo durante el tiempo de
los Apóstoles, sino también a edades futuras, ¿habrá podido hacerse la
doctrina de la fe con el proceso del tiempo tan oscura e incierta, que sea
hoy necesario tolerar hasta las opiniones incompatibles entre sí? Si
esto fuere verdad, habría que confesar que la venida del Espíritu Santo a
infundirse en los Apóstoles, y la perpetua morada del mismo Espíritu en la
Iglesia, y hasta la misma predicación de Jesucristo, habrían perdido hace muchos
siglos toda eficacia y utilidad; afirmación que sería ciertamente blasfema. Sin
embargo, cuando el Hijo Unigénito de Dios mandó a Sus representantes que
enseñasen a todas las naciones, impuso a todos los hombres la obligación de dar
fe de cuanto les fuese enseñado por "los testigos de antemano elegidos
por Dios" (Hechos 10,41), y también confirmó Su mandato con Su sanción: « El que
creyere y fuere bautizado, se salvará; mas el que no creyere será condenado »
(Marcos 16,16). Estos dos mandatos de Cristo que han de ser cumplidos ambos, el
de instruir y el de creer, no pueden siquiera entenderse si la Iglesia no
propone una enseñanza íntegra y comprensible, y es inmune al peligro del
error cuando así enseña. Respecto a este tema, aquellos también se alejan del
camino recto al pensar que una vida entera difícilmente sería suficiente para
encontrar y poseer el depósito de la verdad y que es un
problema arduamente laborioso y de largas discusiones, como si Dios todo
misericordioso hubiese hablado por medio de los profetas y Su Hijo
Unigénito para que lo revelado por ellos solo pudisen conocerlo unos pocos, y
ésos ya ancianos; y como si esa revelación no tuviese como objetivo inculcar la
doctrina de fe y moral, por la cual se ha de regir el hombre durante todo
el curso de su vida moral.
Estos "pancristianos" tan atentos a unir las
iglesias, parecieran perseguir verdaderamente el nobilísimo ideal
de fomentar la caridad entre todos los Cristianos. Pero ¿cómo es posible
que esta caridad tienda a dañar la fe? Nadie ciertamente ignora que
San Juan, el Apóstol mismo de la caridad, que en su Evangelio parece
descubrir los secretos mismos del Sagrado Corazón de Jesús, y que núnca
dejó de inculcar continuamente en la memoria de sus discípulos el
nuevo precepto "Amaos los unos a los otros" prohibió absolutamente todo trato y
comunicación con aquellos que profesen una versión mutilada y corrupta
de la enseñanza de Jesucristo: « Si alguno viene a vosotros y no lleva esa
doctrina, no le recibáis en casa ni le saludéis » (II Juan v.10). Por esta misma
razón, puesto que la caridad se basa en una fe completa y sincera, los
discípulos de Cristo deben permanecer unidos principalmente por el vínculo de
una misma fe. ¿Quién pues puede concebir una federación Cristiana, en la
que cada uno de sus miembros pueda, hasta en materia de fe, retener sus
opiniones y juicios propios aunque sean repugnantes a las opiniones de los
demás? ¿Y de qué manera, preguntamos, podrían pertenecer a una
sola y misma federación de fieles los hombres que defienden opiniones
contrarias? por ejemplo, los que afirman y los que niegan que la Sagrada
Tradición es fuente genuina de la Divina Revelación; los que afirman
que una jerarquía eclesiástica formada de obispos, presbíteros
y ministros del altar ha sido constituida por la Divinidad, y aquellos
que mantienen que ha sido introducida poco a poco de acuerdo a
las circunstancias del tiempo; aquellos que adoran a Cristo realmente
presente en la Sagrada Eucaristía a través de la maravillosa conversión del
pan y el vino, llamada transubstanciación, y aquellos que afirman que Cristo
está presente solo por la fe o por el signo y virtud del Sacramento; los
que en la misma Eucaristía reconocen la naturaleza de ambos, el Sacramento
y el Sacrificio, y los que sostienen que solo es un recuerdo o conmemoración de
la Cena del Señor; aquellos que estiman buena y útil la suplicante invocación en
oración de los santos que reinan con Cristo, especialmente la de la Virgen María
Madre de Dios, y la veneración de sus imágenes, y los que instan a que
tal veneración no debe hacerse por ser contraria al honor debido
al único « Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús » (I Timoteo
2,5).
¿Cómo tan grave diversidad de opiniones, podrá abrir camino
para efectuar la unidad no conocida de la Iglesia? esa unidad
solamente puede surgir de un solo magisterio, de una sola ley de creencia y de
una sola fe de los Cristianos. En cambio, ciertamente sabemos, que de esta
diversidad de opiniones es fácil el paso a la negligencia de toda religión
o "indiferentismo", y al llamado "modernismo", con el cual los que están
desdichadamente infectados con esos errores, sostienen que la verdad dogmática
no es absoluta sino relativa, o sea, que concuerda con las variadas necesidades
de tiempo y lugar, y con las diversas tendencias de las mentes, no
hallándose contenida en una revelación inmutable, sino capáz de ser
acomodable a la vida de los hombres.
Además de esto, concerniente a las cosas que deben creerse, no es de ningún modo
lícito introducir aquella distinción entre los artículos de la fe que
son fundamentales y aquellos que no son fundamentales, -como gustan
decir-, como si los primeros deberían ser aceptados por todos,
mientras que los segundos, por el contrario, podrían dejarse al libre arbítrio
de los fieles: porque la virtud sobrenatural de la fe tiene una causa formal,
llamada la autoridad de Dios Revelador, quien no admite ninguna distinción de
esta clase. Por esta razón es que todos aquellos que son verdaderamente de
Cristo, creen por ejemplo la Concepción de la Madre de Dios ser sin mancha de
pecado original con la misma fe como creen en el misterio de la Augusta
Trinidad; y la Encarnación de Nuestro Señor al igual que creen con la misma
firmeza la autoridad de la enseñanza infalible del Pontífice Romano de acuerdo
al mismo sentido con que lo definiera el Concilio Ecuménico del Vaticano.
¿Acaso estas verdades no son igualmente ciertas, o del mismo modo creíbles
porque la Iglesia las sancionó solemnemente y las definió algunas en una edad y
algunas en otra, incluso en aquellos tiempos inmediatamente anteriores a los
nuestros? ¿No las reveló todas Dios?
Pues la autoridad de enseñanza que posee la Iglesia, misma que en la sabiduría
del designio divino fue consituida en la tierra a fin de que las doctrinas
reveladas perduraren intactas para siempre, y que llegasen con mayor
facilidad y seguridad al conocimiento de los hombres, hecho que es
diariamente ejercido a través del Pontífice Romano y los Obispos que están
en comunión con él, quienes poseen también el oficio de definir, cuando
amerite, cualquier verdad con decretos y ritos solemnes, cuando esto sea
necesario, ya sea en oposición a los errores o impugnaciones de los
herejes, o para inculcar en la mente de los fieles más claramente y con gran
detalle los artículos de la Doctrina Sagrada que ha sido explicada. Sin embargo,
en el uso de esta extraordinaria autoridad para enseñar, ninguna invención
es presentada, tampoco novedad alguna es agregada al número de aquellas verdades
que están por lo menos contenidas implícitamente en el depósito de la
Revelación, divinamente transferido a la Iglesia: solo aquéllos puntos que son
clarificados, mismos que parecieran oscuros a algunos, o aquellos que han sido
cuestionados previamente, son declarados elementos de fe.
Bien claro se muestra pues, Venerables Hermanos, por qué esta Sede Apostólica
núnca ha permitido a los suyos que participen en las asambleas
no-Católicas:
ya que la unidad de los Cristianos solo puede fomentarse por
medio de la promoción del retorno de los disidentes a la única y verdadera
Iglesia de Cristo, de la cual en el pasado, desdichadamente se
alejaron. A esa única y verdadera Iglesia de Cristo, decimos, es
visible a todos, misma que perdurará, de acuerdo a la voluntad de su
Fundador, exactamente la misma como El la instituyó. Durante el transcurso de
los siglos, la esposa mística de Cristo no ha sido contaminada, ni podrá
contaminarse jamás como bien atestigua San Cipriano: "La esposa de Cristo no
puede serle infiel a su esposo: es incorruptible y modesta. Ella conoce una
morada, custodia con casto pudor la santidad de su recinto nupcial" (S. Cipr. de
la unidad de la Iglesia. 4.) El mismo santo mártir se maravilla con justa
razón de que alguien pudiése creer que "esta unidad en la Iglesia,
surgida de cimientos divinos y tejida por medio de celestiales
Sacramentos, pudiése desgarrarse y dividirse por el disentimiento de las
voluntades discordes" (S. Cipr. de la unidad de la Iglesia. 4.) Puesto que el
cuerpo místico de Cristo, es uno (1 Corintios 12,12) de la misma manera que Su
Cuerpo físico es uno, compacto y conexo, (Efesios 4,16), sería necedad y
estaría fuera de lugar decir que el cuerpo místico está formado de miembros que
están desunidos y dispersos fuera de sitio: quien no esté unido con el cuerpo no
es un miembro del mismo, tampoco está en comunión con Cristo, su cabeza (Efesios
5,30; 1,22).
Ahora bien, en esta única Iglesia de Cristo, ningún hombre que no
acepte, reconozca y obedezca la autoridad y supremacía de Pedro y sus
legítimos sucesores, puede estar o permanecer. ¿No fueron acaso los ancestros de
aquellos que ahora yacen estancados en los errores de Focio y los
reformadores, quienes obedecieron al Obispo de Roma, como Sumo Pastor de las
almas? ¡Ay! sus hijos abandonaron la casa de sus padres, pero no se desintegró
ni pereció por siempre, pues está sostenida por Dios. Permítanles pues, regresar
a su mutuo Padre, quien, perdonando las
injurias previamente inferidas a la Sede Apostólica, los recibirá
amantísimamente. Porque si como ellos repiten, anhelan asociarse con
nosotros y los nuestros, ¿por qué no se apresuran a venir a la Iglesia "la
madre y maestra de todos los fieles de Cristo"? (Conc. Lateran. IV,
c.5). Escuchen cómo clamaba Lactancio en otro tiempo: "Solo la Iglesia
Católica conserva el culto verdadero. Ella es la fuente de la verdad, la morada
de la fe, el templo de Dios; quienquiera que en el no entre o de el salga,
perdido ha la esperanza de vida y salvación, menester es que nadie se engañe a
sí mismo con pertinaces discusiones. Lo que aquí se ventila es la vida y la
salvación; a la cual si no se atiende con diligente cautela, se perderá y se
extinguirá" (Lactancio Div. Inst. 4,30, 11-12).
Vuelvan pues, los hijos separados a acercarse a la Sede Apostólica, asentada
en la ciudad, que Pedro y Pablo, los Príncipes de los Apóstoles,
consagraron con su sangre; a esa Sede, repetimos, la cual es "la raíz
y matríz de la que brota la Iglesia de Cristo" (S. Cipr. carta 38 a
Cornelio 3); no con la intención y esperanza que "la Iglesia del Dios
vivo, columna y fundamento de la verdad" (1 Timoteo 3,15), abdique de la
integridad de su fe, y tolere sus errores, sino, por el contrario, que ellos
mismos se sometan a su enseñanza y autoridad.
Si fuere así,
alcanzásemos felizmente, lo que no alcanzaren nuestros precursores: el poder
abrazar con paternales entrañas a los hijos cuya separación infelíz de nosotros
aún lamentamos.
Acaso ese Dios Salvador nuestro el cual "quiere que todos
los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad" (1 Timoteo 2,4),
¡nos escucharía cuando humildemente rogamos que se digne llamar a todos
aquellos que se apartan de la unidad de la Iglesia! En este importantísimo
esfuerzo invocamos y deseamos que otros invoquen la intercesión de la
Bendita Virgen María, Madre de la Divina Gracia, victoriosa ante todas las
herejías y Auxilio de los Cristianos, para que implore por nosotros y que cuanto
antes nos alcance la gracia de ver alborear el deseadísimo día en que todos los
hombres escuchen la voz de su Divino Hijo, y "conserven la unidad del Espíritu
Santo con el vínculo de la paz" (Efesios 4,3).
Ustedes, Venerables Hermanos, comprendéis cuánto está en nuestra mente este
asunto, y cuánto deseamos que nuestros hijos también conozcan, no solo
aquellos que pertenecen a la comunidad Católica, sino también aquellos que
están separados de nosotros: si estos últimos imploran luz del
cielo, sin duda reconocerán la única Iglesia de Jesucristo, y por lo menos,
entrarán en ella, estando en unión con nosotros en caridad perfecta. Mientras
esperamos este suceso, y como prenda de nuestra buena voluntad paternal,
impartimos amorosísimamente a ustedes, Venerables Hermanos, y a vuestro clero y
pueblo, la Bendición Apostólica.
Dado en San Pedro de Roma, en el día 6
de enero, en la fiesta de la Epifanía de Jesucristo Nuestro Señor, el año
1928, sexto año de Nuestro Pontificado.
Papa Pío XI
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