El Concilio de Trento Decretos Sobre la
Justificación...
La Sexta Sesión
Celebrada el día trece del mes de Enero de 1547.
DECRETO SOBRE LA
JUSTIFICACION
Proemio.
Como quiera que en este tiempo, no sin
quebranto de muchas almas y grave daño de la unidad eclesiástica, se ha
diseminado cierta doctrina errónea acerca de la justificación; para alabanza y
gloria de Dios omnipotente, para tranquilidad de la Iglesia y salvación de las
almas, este sacrosanto, ecuménico y universal Concilio de Trento, legítimamente
reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él en nombre del santísimo en
Cristo padre y señor nuestro Pablo III, Papa por la divina providencia, los
Rvmos. señores don Juan María del Monte, obispo de Palestrina; y don Marcelo,
presbítero, titulo de la Santa Cruz en Jerusalén, cardenales de la Santa Romana
Iglesia y legados apostólicos de latere, se propone exponer a todos los fieles
de Cristo la verdadera y sana doctrina acerca de la misma justificación que el
sol de justicia Cristo Jesús, autor y consumador de nuestra fe, enseñó, los
Apóstoles transmitieron y la Iglesia Católica, con la inspiración del Espíritu
Santo, perpetuamente mantuvo; prohibiendo con todo rigor que nadie en adelante
se atreva a creer, predicar o enseñar de otro modo que como por el presente
decreto se establece y declara.
CAPITULO I.
De la
impotencia de la naturaleza y de la ley para justificar a los
hombres.
En primer lugar declara
el santo Concilio que, para entender recta y sinceramente la doctrina de la
justificación es menester que cada uno reconozca y confiese que, habiendo
perdido todos los hombres la inocencia en la prevaricación de Adán, hechos
inmundos y como dice el Apóstol hijos de ira por naturaleza, según expuso en el
decreto sobre el pecado original, hasta tal punto eran esclavos del pecado y
estaban bajo el poder del diablo y de la muerte, que no sólo las naciones por la
fuerza de la naturaleza, mas ni siquiera los judíos por la letra misma de la Ley
de Moisés podían librarse o levantarse de ella, aun cuando en ellos de ningún
modo estuviera extinguido el libre albedrío, aunque sí atenuado en sus fuerzas e
inclinado.
CAPITULO II.
De la dispensación y misterio del advenimiento de
Cristo.
De ahí resultó que el Padre celestial, Padre de la misericordia y
Dios de toda consolación, cuando llegó aquella bienaventurada plenitud de los
tiempos, envió a los hombres a su Hijo Cristo Jesús, el que antes de la Ley y en
el tiempo de la Ley fue declarado y prometido a muchos santos Padres, tanto para
redimir a los judíos que estaban bajo la Ley como para que las naciones que no
seguían la justicia, aprehendieran la justicia y todos recibieran la adopción de
hijos de Dios. A Éste propuso Dios como propiciador por la fe en su sangre por
nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los de
todo el mundo.
CAPITULO III.
Quiénes son justificados por Cristo.
Mas, aun cuando
Él murió por todos, no todos, sin embargo, reciben el beneficio de su muerte,
sino sólo aquellos a quienes se comunica el mérito de su pasión. En efecto, al
modo que realmente si los hombres no nacieran propagados de la semilla de Adán,
no nacerían injustos, como quiera que por esa propagación por aquél contraen, al
ser concebidos, su propia injusticia; así, si no renacieran en Cristo, nunca
serían justificados, como quiera que, con ese renacer se les da, por el mérito
de la pasión de Aquél, la gracia que los hace justos. Por este beneficio nos
exhorta el Apóstol a que demos siempre gracias al Padre, que nos hizo dignos de
participar de la suerte de los Santos en la luz, y nos sacó del poder de las
tinieblas, y nos trasladó al reino del Hijo de su amor, en el que tenemos
redención y remisión de los pecados.
CAPITULO IV.
Se insinúa la descripción de la
justificación del impío y su modo en el estado de gracia.
Por las
cuales palabras se insinúa la descripción de la justificación del impío, de
suerte que sea el paso de aquel estado en que el hombre nace hijo del primer
Adán, al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios por el segundo Adán,
Jesucristo Salvador nuestro; paso, ciertamente, que después de la promulgación
del Evangelio, no puede darse sin el lavatorio de la regeneración o su deseo,
conforme está escrito: Si uno no hubiere renacido del agua y del Espíritu Santo,
no puede entrar en el reino de Dios.
CAPITULO V.
De la necesidad de preparación para la justificación en los
adultos, y de donde procede.
Declara además el Concilio que el principio de la
justificación misma en los adultos ha de tomarse de la gracia de Dios
preveniente por medio de Cristo Jesús, esto es, de la vocación, por la que son
llamados sin que exista mérito alguno en ellos, para que quienes se apartaron de
Dios por los pecados, por la gracia de Él que los excita y ayuda a convertirse,
se dispongan a su propia justificación, asintiendo y cooperando libremente a la
misma gracia, de suerte que, al tocar Dios el corazón del hombre por la
iluminación del Espíritu Santo, ni puede decirse que el hombre mismo no hace
nada en absoluto al recibir aquella inspiración, puesto que puede también
rechazarla; ni tampoco, sin la gracia de Dios, puede moverse, por su libre
voluntad, a ser justo delante de Él. De ahí que, cuando en las Sagradas Letras
se dice: Convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros, somos advertidos de
nuestra libertad; cuando respondemos: Conviértenos, Señor, a ti, y nos
convertiremos, confesamos que somos prevenidos de la gracia de
Dios.
CAPITULO VI.
Modo de
preparación.
Ahora bien, se disponen (adultos) para la justicia
misma al tiempo que, excitados y ayudados de la divina gracia, concibiendo la fe
por el oído, se mueven libremente hacia Dios, creyendo que es verdad lo que ha
sido divinamente revelado y prometido y, en primer lugar, que Dios, por medio de
su gracia, justifica al impío, por medio de la redención, que está en Cristo
Jesús; al tiempo que entendiendo que son pecadores, del temor de la divina
justicia, del que son provechosamente sacudidos, pasan a la consideración de la
divina misericordia, renacen a la esperanza, confiando que Dios ha de serles
propicio por causa de Cristo, y empiezan a amarle como fuente de toda justicia
y, por ende, se mueven contra los pecados por algún odio y detestación esto es,
por aquel arrepentimiento que es necesario tener antes del bautismo; al tiempo,
en fin, que se proponen recibir el bautismo, empezar nueva vida y guardar
los divinos mandamientos. De esta disposición está escrito: Al que se acerca a
Dios, es menester que crea que existe y que es remunerador de los que le buscan,
y: Confía, hijo, tus pecados te son perdonados, y: El temor de Dios expele al
pecado y: Haced penitencia y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de
Jesucristo para la remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del
Espíritu Santo, y también: Id, pues, y enseñad a todas las naciones,
bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo,
enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado, y en fin: Enderezad
vuestros corazones al Señor.
CAPITULO VII.
Qué es la justificación del impío y cuáles
sus causas.
A esta
disposición o preparación, síguese la justificación misma que no es sólo
remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del hombre
interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los dones, de donde el
hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser heredero
según la esperanza de la vida eterna. Las causas de esta justificación son: la
final, la gloria de Dios y de Cristo y la vida eterna; la eficiente, Dios
misericordioso, que gratuitamente lava y santifica, sellando y ungiendo con el
Espíritu Santo de su promesa, que es prenda de nuestra herencia; la meritoria,
su Unigénito muy amado, nuestro Señor Jesucristo, el cual, cuando éramos
enemigos, por la excesiva caridad con que nos amó, nos mereció la justificación
por su pasión santísima en el leño de la cruz y satisfizo por nosotros a Dios
Padre; también la instrumental, el sacramento del bautismo, que es el
“sacramento de la fe”, sin la cual jamás a nadie se le concedió la
justificación. Finalmente, la única causa formal es la justicia de Dios no
aquella con que Él es justo, sino aquella con que nos hace a nosotros justos, es
decir, aquella por la que, dotados por Él, somos renovados en el espíritu de
nuestra mente y no sólo somos reputados, sino que verdaderamente nos llamamos y
somos justos, al recibir en nosotros cada uno su propia justicia, según la
medida en que el Espíritu Santo la reparte a cada uno como quiere y según la
propia disposición y cooperación de cada
uno.
Porque, si bien
nadie puede ser justo sino aquel a quien se comunican los méritos de la pasión
de Nuestro Señor Jesucristo; esto, sin embargo, en esta justificación del impío,
se hace al tiempo que, por el mérito de la misma santísima pasión, la caridad de
Dios se derrama por medio del Espíritu Santo en los corazones de aquellos que
son justificados y queda en ellos inherente. De ahí que, en la justificación
misma, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las
siguientes cosas que a la vez se le infunden, por Jesucristo, en quien es
injertado: la fe, la esperanza y la caridad. Porque la fe, si no se le añade la
esperanza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni hace miembro vivo de
su Cuerpo. Por cuya razón se dice con toda verdad que la fe sin las obras está
muerta y ociosa y que en Cristo Jesús, ni la circuncisión vale nada ni el
prepucio, sino la fe que obra por la caridad. Esta fe, por tradición apostólica,
la piden los catecúmenos a la Iglesia antes del bautismo al pedir la fe que da
la vida eterna, la cual no puede dar la fe sin la esperanza y la caridad. De ahí
que inmediatamente oyen la palabra de Cristo: Si quieres entrar en la vida,
guarda los mandamientos. Así, pues, al recibir la verdadera y cristiana
justicia, se les manda, apenas renacidos, conservarla blanca y sin mancha, como
aquella primera vestidura, que les ha sido dada por Jesucristo, en lugar de la
que, por su inobediencia, perdió Adán para sí y para nosotros, a fin de que la
lleven hasta el tribunal de Nuestro Señor Jesucristo y tengan la vida
eterna.
CAPITULO VIII.
Cómo se entiende que el impío es justificado por la fe y
gratuitamente.
Mas cuando el Apóstol dice que el hombre se justifica por
la fe y gratuitamente, esas palabras han de ser entendidas en aquel sentido que
mantuvo y expresó el sentir unánime y perpetuo de la Iglesia Católica, a saber,
que se dice somos justificados por la fe, porque “la fe es el principio de la
humana salvación”, el fundamento y raíz de toda justificación; sin ella es
imposible agradar a Dios y llegar al consorcio de sus hijos; y se dice que somos
justificados gratuitamente, porque nada de aquello que precede a la
justificación, sea la fe, sean las obras, merece la gracia misma de la
justificación; porque si es gracia, ya no es por las obras; de otro modo como
dice el mismo Apóstol la gracia ya no es
gracia.
CAPITULO IX.
Contra la vana confianza de los
herejes.
Pero, aun cuando sea necesario creer que los pecados no
se remiten ni fueron jamás remitidos sino gratuitamente por la misericordia
divina a causa de Cristo; no debe, sin embargo, decirse que se remiten o han
sido remitidos los pecados a nadie que se jacte de la confianza y certeza de la
remisión de sus pecados y que en ella sola descanse, como quiera que esa
confianza vana y alejada de toda piedad, puede darse entre los herejes y
cismáticos, es más, en nuestro tiempo se da y se predica con grande ahínco en
contra de la Iglesia Católica. Mas tampoco debe afirmarse aquello de que es
necesario que quienes están verdaderamente justificados establezcan en si mismos
sin duda alguna que están justificados, y que nadie es absuelto de sus pecados y
justificado, sino el que cree con certeza que está absuelto y justificado, y que
por esta sola fe se realiza la absolución y justificación, como si el que esto
no cree dudara de las promesas de Dios y de la eficacia de la muerte y
resurrección de Cristo. Pues, como ningún hombre piadoso puede dudar de la
misericordia de Dios, del merecimiento de Cristo y de la virtud y eficacia de
los sacramentos; así cualquiera, al mirarse a sí mismo y a su propia flaqueza e
indisposición, puede temblar y temer por su gracia, como quiera que nadie puede
saber con certeza de fe, en la que no puede caber error, que ha conseguido la
gracia de Dios.
CAPITULO X.
Del
acrecentamiento de la justificación recibida.
Justificados, pues,
de esta manera y hechos amigos y domésticos de Dios, caminando de virtud en
virtud, se renuevan como dice el Apóstol de día en día; esto es, mortificando
los miembros de su carne y presentándolos como armas de la justicia para la
santificación por medio de la observancia de los mandamientos de Dios y de la
Iglesia: crecen en la misma justicia, recibida por la gracia de Cristo,
cooperando la fe, con las buenas obras, y se justifican más, conforme está
escrito: El que es justo, justifíquese todavía, y otra vez: No te avergüences de
justificarte hasta la muerte, y de nuevo: Veis que por las obras se justifica el
hombre y no sólo por la fe. Y este acrecentamiento de la justicia pide la Santa
Iglesia, cuando ora: "Danos, Señor, aumento de fe, esperanza y
caridad".
CAPITULO XI.
De la observancia de los mandamientos y de su necesidad y
posibilidad.
Nadie, empero, por más que esté justificado, debe
considerarse libre de la observancia de los mandamientos; nadie debe usar de
aquella voz temeraria y por los Padres prohibida bajo anatema, que los
mandamientos de Dios son imposibles de guardar para el hombre justificado.
Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que
al mandar avisa que hagas lo que puedas y pidas lo que no puedas y ayuda para
que puedas; sus mandamientos no son pesados, su yugo es suave y su carga ligera.
Porque los que son hijos de Dios aman a Cristo y los que le aman, como Él mismo
atestigua, guardan sus palabras; cosa que, con el auxilio divino, pueden
ciertamente hacer. Pues, por más que en esta vida mortal, aun los santos y
justos, caigan alguna vez en pecados, por lo menos, leves y cotidianos, que se
llaman también veniales, no por eso dejan de ser justos. Porque de justos es
aquella voz humilde y verdadera: Perdónanos nuestras deudas. Por lo que resulta
que los justos mismos deben sentirse tanto más obligados a andar por el camino
de la justicia, cuanto que, liberados ya del pecado y hechos siervos de Dios,
viviendo sobria, justa y piadosamente, pueden adelantar por obra de Cristo
Jesús, por el que tuvieron acceso a esta gracia. Porque Dios, a los que una vez
justificó por su gracia no los abandona, si antes no es por ellos abandonado.
Así, pues, nadie debe lisonjearse a sí mismo en la sola fe, pensando que por la
sola fe ha sido constituído heredero y ha de conseguir la herencia, aun cuando
no padezca juntamente con Cristo, para ser juntamente con El glorificado. Porque
aun Cristo mismo, como dice el Apóstol, siendo hijo de Dios, aprendió, por las
cosas que padeció, la obediencia y, consumado, fue hecho para todos los que le
obedecen, causa de salvación eterna. Por eso, el Apóstol mismo amonesta a los
justificados diciendo: ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos por
cierto corren, pero sólo uno recibe el premio? Corred, pues, de modo que lo
alcancéis. Yo, pues, así corro, no como a la ventura; así lucho. no como quien
azota el aire; sino que castigo mi cuerpo y lo reduzco a servidumbre, no sea
que, después de haber predicado a otros, me haga yo mismo réprobo. Igualmente el
principe de los Apóstoles Pedro: Andad solícitos, para que por las buenas obras
hagáis cierta vuestra vocación y elección; porque, haciendo esto, no pecaréis
jamás. De donde consta que se oponen a la doctrina ortodoxa de la religión los
que dicen que el justo peca por lo menos venialmente en toda obra buena o, lo
que es más intolerable, que merece las penas eternas; y también aquellos que
asientan que los justos pecan en todas sus obras, si para excitar su cobardía y
exhortarse a correr en el estadio, miran en primer lugar a que sea Dios
glorificado y miran también a la recompensa eterna, como quiera que está
escrito: Incliné mi corazón a cumplir tus justificaciones por causa de la
retribución y de Moisés dice el Apóstol que miraba a la
remuneración.
CAPITULO XII.
Debe evitarse la presunción
temeraria de predestinación.
Nadie, tampoco, mientras vive en esta
mortalidad, debe hasta tal punto presumir del oculto misterio de la divina
predestinación, que asiente como cierto hallarse indudablemente en el número de
los predestinados, como si fuera verdad que el justificado o no puede pecar más,
o, si pecare, debe prometerse arrepentimiento cierto. En efecto, a no ser por
revelación especial, no puede saberse a quiénes haya Dios elegido para
si.
CAPITULO XIII.
Del don de la
perseverancia.
Igualmente, acerca del don de la perseverancia, del
que está escrito: El que perseverare hasta el fin, ése se salvará —lo que no de
otro puede tenerse sino de Aquel que es poderoso para afianzar al que está
firme, a fin de que lo esté perseverantemente, y para restablecer al que cae—
nadie se prometa nada cierto con absoluta certeza, aunque todos deben colocar y
poner en el auxilio de Dios la más firme esperanza. Porque Dios, si ellos no
faltan a su gracia, como empezó la obra buena, así la acabará, obrando el querer
y el acabar. Sin embargo, los que creen que están firmes, cuiden de no caer y
con temor y temblor obren su salvación, en trabajos, en vigilias, en limosnas,
en oraciones y oblaciones, en ayunos y castidad. En efecto, sabiendo que han
renacido a la esperanza de la gloria y no todavía a la gloria, deben temer por
razón de la lucha que aún les aguarda con la carne, con el mundo, y con el
diablo, de la que no pueden salir victoriosos, si no obedecen con la gracia de
Dios, a las palabras del Apóstol: Somos deudores no de la carne, para vivir
según la carne; porque si según la carne viviereis, moriréis; mas si por el
espíritu mortificareis los hechos de la carne, viviréis.
CAPITULO XIV.
De los caídos y su
reparación.
Mas los que por el pecado cayeron de la gracia ya
recibida de la justificación, nuevamente podrán ser justificados, si, movidos
por Dios, procuraren, por medio del sacramento de la penitencia, recuperar, por
los méritos de Cristo, la gracia perdida. Porque este modo de justificación es
la reparación del caído, a la que los Santos Padres llaman con propiedad “la
segunda tabla después del naufragio de la gracia perdida”. Y en efecto, para
aquellos que después del bautismo caen en pecado, Cristo Jesús instituyó el
sacramento de la penitencia cuando dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes
perdonareis los pecados, les son perdonados y a quienes se los retuviereis, les
son retenidos. De donde debe enseñarse que la penitencia del cristiano después
de la caída, es muy diferente de la bautismal y que en ella se contiene no sólo
el abstenerse de los pecados y el detestarlos, o sea, el corazón contrito y
humillado, sino también la confesión sacramental de los mismos, por lo menos en
el deseo y que a su tiempo deberá realizarse, la absolución sacerdotal e
igualmente la satisfacción por el ayuno, limosnas, oraciones y otros piadosos
ejercicios, no ciertamente por la pena eterna, que por el sacramento o por el
deseo del sacramento se perdona a par de la culpa, sino por la pena temporal,
que, como enseñan las Sagradas Letras, no siempre se perdona toda, como sucede
en el bautismo, a quienes, ingratos a la gracia de Dios que recibieron,
contristaron al Espíritu Santo y no temieron violar el templo de Dios. De esa
penitencia está escrito: Acuérdate de dónde has caído, haz penitencia y practica
tus obras primeras, y otra vez: La tristeza que es según Dios, obra penitencia
en orden a la salud estable, y de nuevo: Haced penitencia, y: Haced frutos
dignos de penitencia.
CAPITULO XV.
Por cualquier pecado mortal se pierde la gracia, pero no la
fe.
Hay que afirmar
también contra los sutiles ingenios de ciertos hombres que por medio de dulces
palabras y lisonjas seducen los corazones de los hombres, que no sólo por la
infidelidad, por la que también se pierde la fe, sino por cualquier otro pecado
mortal, se pierde la gracia recibida de la justificación, aunque no se pierda la
fe; defendiendo la doctrina de la divina ley que no sólo excluye del reino de
los cielos a los infieles, sino también a los fieles que sean fornicarios,
adúlteros, afeminados, sodomitas, ladrones, avaros, borrachos, maldicientes,
rapaces, y a todos los demás que cometen pecados mortales, de los que pueden
abstenerse con la ayuda de la divina gracia y por los que se separan de la
gracia de Cristo.
CAPITULO XVI.
Del fruto de la justificación, es
decir, del mérito de las buenas obras y de la razón del mérito
mismo.
Así, pues, a los hombres de este modo
justificados, ora conserven perpetuamente la gracia recibida, ora hayan
recuperado la que perdieron, hay que ponerles delante las palabras del Apóstol:
Abundad en toda obra buena, sabiendo que vuestro trabajo no es vano en el Señor;
porque no es Dios injusto, para que se olvide de vuestra obra y del amor que
mostrasteis en su nombre; y: No perdáis vuestra confianza, que tiene grande
recompensa. Y por tanto, a los que obran bien hasta el fin y que esperan en
Dios, ha de proponérseles la vida eterna, no sólo como gracia
misericordiosamente prometida por medio de Jesucristo a los hijos de Dios, sino
también “como retribución” que por la promesa de Dios ha de darse fielmente a
sus buenas obras y méritos. Ésta es, en efecto, la corona de justicia que el
Apóstol decía tener reservada para sí después de su combate y su carrera, que
había de serle dada por el justo juez y no sólo a él, sino a todos los que aman
su advenimiento. Porque, como quiera que el mismo Cristo Jesús, como cabeza
sobre los miembros y como vid sobre los sarmientos, constantemente comunica su
virtud sobre los justificados mismos, virtud que antecede siempre a sus buenas
obras, las acompaña y sigue, y sin la cual en modo alguno pudieran ser gratas a
Dios ni meritorias; no debe creerse falte nada más a los mismos justificados
para que se considere que con aquellas obras que han sido hechas en Dios han
satisfecho plenamente, según la condición de esta vida, a la divina ley y han
merecido en verdad la vida eterna, la cual, a su debido tiempo han de alcanzar
también, caso de que murieren en gracia, puesto que Cristo Salvador nuestro
dice: Si alguno bebiere de esta agua que yo le daré, no tendrá sed eternamente,
sino que brotará en él una fuente de agua que salta hasta la vida eterna. Así,
ni se establece que nuestra propia justicia nos es propia, como si procediera de
nosotros, ni se ignora o repudia la justicia de Dios; ya que aquella justicia
que se dice nuestra, porque de tenerla en nosotros nos justificamos, es también
de Dios, porque nos es por Dios infundida por merecimiento de Cristo. Mas
tampoco ha de omitirse otro punto, que, si bien tanto se concede en las Sagradas
Letras a las buenas obras, que Cristo promete que quien diere un vaso de agua
fría a uno de sus más pequeños, no ha de carecer de su recompensa, y el Apóstol
atestigua que lo que ahora nos es una tribulación momentánea y leve, obra en
nosotros un eterno peso de gloria incalculable; lejos, sin embargo, del hombre
cristiano el confiar o el gloriarse en sí mismo y no en el Señor, cuya bondad
para con todos los hombres es tan grande, que quiere sean merecimientos de ellos
lo que son dones de Él. Y porque en muchas cosas tropezamos todos, cada uno, a
par de la misericordia y la bondad, debe tener también ante los ojos la
severidad y el juicio [de Dios], y nadie, aunque de nada tuviere conciencia,
debe juzgarse a sí mismo, puesto que toda la vida de los hombres ha de ser
examinada y juzgada no por el juicio humano, sino por el de Dios, quien
iluminará lo escondido de las tinieblas y pondrá de manifiesto los propósitos de
los corazones, y entonces cada uno recibirá alabanza de Dios, el cual, como está
escrito, retribuirá a cada uno según sus obras. Después de esta
exposición de la doctrina católica sobre la justificación —doctrina que quien no
la recibiere fiel y firmemente, no podrá justificarse—, plugo al santo Concilio
añadir los cánones siguientes, a fin de que todos sepan no sólo qué deben
sostener y seguir, sino también qué evitar y
huir.
La Sexta Sesión
Cánones sobre la
justificación.
Can. 1. Si alguno dijere que el hombre puede
justificarse delante de Dios por sus obras que se realizan por las fuerzas de la
humana naturaleza o por la doctrina de la Ley, sin la gracia divina por Cristo
Jesús, sea anatema.
Can. 2. Si
alguno dijere que la gracia divina se da por medio de Cristo Jesús sólo a fin de
que el hombre pueda más fácilmente vivir justamente y merecer la vida eterna,
como si una y otra cosa las pudiera por medio del libre albedrío, sin la gracia,
si bien con trabajo y dificultad, sea anatema.
Can. 3. Si alguno dijere que, sin la inspiración
previniente del Espíritu Santo y sin su ayuda, puede el hombre creer, esperar y
amar o arrepentirse, como conviene para que se le confiera la gracia de la
justificación, sea anatema.
Can. 4. Si alguno dijere que el libre albedrío del
hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada asintiendo a Dios que le
excita y llama para que se disponga y prepare para obtener la gracia de la
justificación, y que no puede disentir, si quiere, sino que, como un ser
inánime, nada absolutamente hace y se comporta de modo meramente pasivo, sea
anatema.
Can. 5. Si
alguno dijere que el libre albedrío del hombre se perdió y extinguió después del
pecado de Adán, o que es cosa de sólo título o más bien título sin cosa,
invención, en fin, introducida por Satanás en la Iglesia, sea
anatema.
Can. 6. Si
alguno dijere que no es facultad del hombre hacer malos sus propios caminos,
sino que es Dios el que obra así las malas como las buenas obras, no sólo
permisivamente, sino propiamente y por si, hasta el punto de ser propia obra
suya no menos la traición de Judas, que la vocación de Pablo, sea
anatema.
Can. 7. Si
alguno dijere que las obras que se hacen antes de la justificación, por
cualquier razón que se hagan, son verdaderos pecados o que merecen el odio de
Dios; o que cuanto con mayor vehemencia se esfuerza el hombre en prepararse para
la gracia, tanto más gravemente peca, sea anatema.
Can. 8. Si alguno
dijere que el miedo del infierno por el que, doliéndonos de los pecados, nos
refugiamos en la misericordia de Dios, o nos abstenemos de pecar, es pecado o
hace peores a los pecadores, sea anatema.
Can. 9. Si alguno dijere que el impío se justifica por la
sola fe, de modo que entienda no requerirse nada más con que coopere a conseguir
la gracia de la justificación y que por parte alguna es necesario que se prepare
y disponga por el movimiento de su voluntad, sea
anatema.
Can. 10. Si
alguno dijere que los hombres se justifican sin la justicia de Cristo, por la
que nos mereció justificarnos, o que por ella misma formalmente son justos, sea
anatema.
Can. 11. Si
alguno dijere que los hombres se justifican o por sola imputación de la justicia
de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluída la gracia y la caridad
que se difunde en sus corazones por el Espíritu Santo y les queda inherente; o
también que la gracia, por la que nos justificamos, es sólo el favor de Dios,
sea anatema.
Can. 12.
Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza de la
divina misericordia que perdona los pecados por causa de Cristo, o que esa
confianza es lo único con que nos justificamos, sea
anatema.
Can. 13. Si
alguno dijere que, para conseguir el perdón de los pecados es necesario a todo
hombre que crea ciertamente y sin vacilación alguna de su propia flaqueza e
indisposición, que los pecados le son perdonados, sea
anatema.
Can. 14. Si
alguno dijere que el hombre es absuelto de sus pecados y justificado por el
hecho de creer con certeza que está absuelto y justificado, o que nadie está
verdaderamente justificado sino el que cree que está justificado, y que por esta
sola fe se realiza la absolución y justificación, sea
anatema.
Can. 15. Si
alguno dijere que el hombre renacido y justificado está obligado a creer de fe
que está ciertamente en el número de los predestinados, sea
anatema.
Can. 16. Si
alguno dijere con absoluta e infalible certeza que tendrá ciertamente aquel
grande don de la perseverancia hasta el fin, a no ser que lo hubiera sabido por
especial revelación, sea anatema.
Can. 17. Si alguno dijere que la gracia de la
justificación no se da sino en los predestinados a la vida, y todos los demás
que son llamados, son ciertamente llamados, pero no reciben la gracia, como
predestinados que están al mal por el poder divino, sea
anatema.
Can. 18. Si
alguno dijere que los mandamientos de Dios son imposibles de guardar, aun para
el hombre justificado y constituído bajo la gracia, sea
anatema.
Can. 19. Si
alguno dijere que nada está mandado en el Evangelio fuera de la fe, y que lo
demás es indiferente, ni mandado, ni prohibido, sino libre; o que los diez
mandamientos nada tienen que ver con los cristianos, sea
anatema.
Can. 20. Si
alguno dijere que el hombre justificado y cuan perfecto se quiera, no está
obligado a la guarda de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, sino solamente
a creer, como si verdaderamente el Evangelio fuera simple y absoluta promesa de
la vida eterna, sin la condición de observar los mandamientos, sea
anatema.
Can. 21. Si
alguno dijere que Cristo Jesús fue por Dios dado a los hombres como redentor en
quien confíen, no también como legislador a quien obedezcan, sea
anatema.
Can 22. Si
alguno dijere que el justificado puede perseverar sin especial auxilio de Dios
en la justicia recibida o que con este auxilio no puede, sea
anatema.
Can. 23. Si
alguno dijere que el hombre una vez justificado no puede pecar en adelante ni
perder la gracia y, por ende, el que cae y peca, no fue nunca verdaderamente
justificado; o, al contrario, que puede en su vida entera evitar todos los
pecados, aun los veniales; si no es ello por privilegio especial de Dios, como
de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia, sea
anatema.
Can. 24. Si
alguno dijere que la justicia recibida no se conserva y también que no se
aumenta delante de Dios por medio de las buenas obras, sino que las obras mismas
son solamente fruto y señales de la justificación alcanzada, no causa también de
aumentarla, sea anatema.
Can. 25. Si alguno dijere que el justo peca en toda obra
buena por lo menos venialmente, o, lo que es más intolerable, mortalmente, y que
por tanto merece las penas eternas, y que sólo no es condenado, porque Dios no
le imputa esas obras a condenación, sea
anatema.
Can. 26. Si
alguno dijere que los justos no deben aguardar y esperar la eterna retribución
de parte de Dios por su misericordia y por el mérito de Jesucristo como
recompensa de las buenas obras que fueron hechas en Dios, si perseveraren hasta
el fin obrando bien y guardando los divinos mandamientos, sea
anatema.
Can. 27. Si
alguno dijere que no hay más pecado mortal que el de la infidelidad, o que por
ningún otro, por grave y enorme que sea fuera del pecado de infidelidad, se
pierde la gracia una vez recibida, sea
anatema.
Can. 28. Si
alguno dijere que, perdida por el pecado la gracia, se pierde también siempre
juntamente la fe, o que la fe que permanece, no es verdadera fe —aun cuando ésta
no sea viva—, o que quien tiene la fe sin la caridad no es cristiano, sea
anatema.
Can. 29. Si
alguno dijere que aquel que ha caído después del bautismo, no puede por la
gracia de Dios levantarse; o que sí puede, pero por sola la fe, recuperar la
justicia perdida, sin el sacramento de la penitencia, tal como la Santa, Romana
y universal Iglesia, enseñada por Cristo Señor y sus Apóstoles, hasta el
presente ha profesado, guardado y enseñado, sea
anatema.
Can. 30. Si
alguno dijere que después de recibida la gracia de la justificación, de tal
manera se le perdona la culpa y se le borra el reato de la pena eterna a
cualquier pecador arrepentido, que no queda reato alguno de pena temporal que
haya de pagarse o en este mundo o en el otro en el purgatorio, antes de que
pueda abrirse la entrada en el reino de los cielos, sea
anatema.
Can. 31. Si
alguno dijere que el justificado peca al obrar bien con miras a la eterna
recompensa, sea anatema.
Can. 32. Si alguno dijere que las buenas obras del hombre justificado
de tal manera son dones de Dios, que no son también buenos merecimientos del
mismo justificado, o que éste, por las buenas obras que se hacen en Dios y el
mérito de Jesucristo, de quien es miembro vivo, no merece verdaderamente el
aumento de la gracia, la vida eterna y la consecución de la misma vida eterna (a
condición, sin embargo, de que muriere en gracia), y también el aumento de la
gloria, sea anatema.
Can. 33. Si alguno dijere que por esta
doctrina católica sobre la justificación expresada por el santo Concilio en el
presente decreto, se rebaja en alguna parte la gloria de Dios o los méritos de
Jesucristo Señor Nuestro, y no más bien que se ilustra la verdad de nuestra fe
y, en fin, la gloria de Dios y de Cristo Jesús, sea
anatema.